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UNOS CUANTOS PIQUETITOS



Era de madrugada y la calle estaba solitaria. No sabía qué hacer mi esposa gritaba reclamándome mi borrachera y me salí de la casa. Vagaba en la camioneta recorriendo los caminos ya consabidos de la ciudad.
Di vueltas sin sentido. A lo lejos alguien me hizo una seña. Conforme me acercaba distinguí una mujer entrada en años, todavía de buen ver. Se tambaleaba, pensé que seguramente así como yo, se había tomado unas copas de más. Al verla en ese estado me dio lástima. Me paré y le ofrecí un aventón. En cuanto subió el olor a licor se hizo más fuerte. Su presencia me recordó a mi madre quien cuándo yo era niño se ausentaba en las noches.
La mujer me dijo que se sentía mal y me dio indicaciones para llevarla a su casa. Llegamos a lugares desconocidos en las afueras. Me pidió que me detuviera. Después de algunos minutos me dediqué ha observarla con la poca luz que llegaba de la calle. Descubrí en sus rasgos una vida difícil a pesar de su actitud desenfadada. Sus palabras me sonaban desvergonzadas e insinuantes.
No tenía el propósito de bajarse del vehículo, por lo contrario,  se fue acercando a mí  hasta que nuestros cuerpos se tocaron y empezamos a hacernos caricias. Yo no me podía excitar, seguramente por el alcohol que había tomado. -Súbete a ver si así-, me dijo. Pero no sucedió nada, entonces ella con sarcasmo me preguntó ¿qué? ¿eres maricón? Sentí que la sangre me hirvió. Después no sé como ni porqué mi cuerpo empezó a reaccionar.
En cuanto nos volvimos a abrazar, sacó de entre sus cosas un pequeño cuchillo y me dijo casi en forma de ruego,-que tal si me lo encajas tantito en la piel sólo poquito, así yo siento más-. Al principio me cayó de sorpresa y me sentí incapaz de hacerlo, pero después cuando me decidí, experimente un inusitado placer al hundirle levemente el arma en el cuerpo, ella al contacto con la acero gozaba y me exigía más.
Después de un tiempo en ese juego, me olvide de mis reparos del principio y cada vez mis cuchilladas eran más profundas, un placer salvaje se apodero de mí. Al verla toda ensangrentada me dio miedo y cuando ella hizo el intento de pararse la volví a sentar, esta vez le piqué el cuello y después el pecho, ya no me pude detener perdí la conciencia y sin importarme lo que sucediera de una manera frenética le di las ultimas cuchilladas hasta percatarme que tenía ante mí un cadáver y toda mi ropa manchada de sangre.
Después no supe que pasó. Por un momento vi los rasgos de mi madre en el rostro de la mujer y la frase que me decían en el vecindario -¡Tu madre es una puta!- retumbó en mis oídos. Acá en el penal me enteré por algunos custodios que en la autopsia de esta mujer habían encontrado cicatrices nuevas y antiguas producidas a lo largo de los años, seguramente por otros amantes.

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